dr juan barrando

Dr. Juan Barranco Monarca
Departamento de Física,
División de Ciencia e Ingenierías,
Campus León,
Universidad de Guanajuato

Construir un modelo de la naturaleza es quizá el fin último de la ciencia. Hasta el momento, esos modelos parecen indicar que el universo surge como una combinación de causa y azar. En efecto, un universo puramente regido por la causalidad da origen a un determinismo absoluto donde toda creatividad, el arte y las pasiones humanas no tienen lugar. Por el contrario, un universo regido puramente por el azar excluiría toda relación de regularidad que vemos a diario, como las puestas del sol y el movimiento planetario que puede ser descrito con total precisión.

La evolución entonces encuentra un lugar natural en esta descripción del mundo: un evento azaroso cambia la estructura de algún organismo. Éste, al interactuar con el resto del mundo, lo hará como las leyes causales de la gravedad y el electromagnetismo le determinan que debe comportarse y, si dicha mutación azarosa le favorece en su preservación bajo esas leyes deterministas, entonces puede ser replicada favorablemente ganando sobre aquellos organismos que no tienen dicha mutación.

De esta forma día a día pueden surgir nuevos organismos mutados, como el nuevo Coronavirus que nos aqueja en una crisis mundial que nos pone a todos en estado de alerta. La sobrevivencia de dicho virus puede o no ser exitosa. Esta sobrevivencia estará determinada tanto por factores causales como azarosos.

Fue el genio de Louis Pasteur quien propuso la teoría que explicaba que todas las enfermedades eran causadas y propagadas por algún “tipo de vida diminuta” que se multiplicaba en el organismo enfermo, pasaba de este a otro y lo hacía enfermar. Pasaron años antes de determinar que dicho “tipo de vida diminuta” podría ser lo que ahora llamamos bacterias y virus. De esta idea de causa y efecto queda claro que para eliminar la enfermedad (efecto) hay que detener al virus (causa). Mientras se escriben estas líneas, en el mundo, miles de científicos trabajan en cómo detener a dicho virus. Esto se hace en una diversidad de frentes de batalla posibles: a través de la creación de una vacuna, o de nuevos elementos mecánicos que bloqueen al virus, como sucede con el condón en el caso del virus de inmunodeficiencia humana (VIH) o en este caso en cubrebocas hechos con materiales novedosos que sean capaces de detener organismos del tamaño de una billonésima parte de un metro.

Epidemiólogos y matemáticos analizan los datos para hacer modelos de propagación y calcular las probabilidades de infección que ayuden a diseñar planes de acción social que minimicen los posibles estragos económicos que puede ocasionar la muerte de una fracción importante de la humanidad. Médicos y biólogos trabajan en generar protocolos para reducir las tasas de contagio. Físicos utilizan haces de luz sincrotrón para desentrañar la estructura molecular de este nuevo virus. Todos ellos hacen un trabajo silencioso que, en tiempos en que no hay emergencia, deben ser apoyados, para que cuando surgen (por azar) nuevos males, sean el frente de batalla que pueda detener una posible catástrofe mundial.

Esta batalla inusual contra un enemigo invisible nos toma por sorpresa. Por el momento, una conclusión temporal es general: hay que disminuir la tasa de contagio, por los medios que sean posibles. Mientras se debate el papel que los cubrebocas como bloqueadores mecánicos del virus son efectivos o no, una cosa es segura: si no entras en contacto directo con el virus, las probabilidades de contagio disminuyen. Así nace Susana Distancia, no es una ocurrencia política sino un concepto que surge de una concepción causal del mundo. Hasta ahora es lo único que de manera eficaz puede disminuir la tasa de contagio. Es indudable que diversos avances científicos apoyarán con ideas novedosas cómo disminuir los contagios, pero la ciencia tiene un ritmo, y se trabaja a dobles turnos justo ahora para acelerar este ritmo de descubrimientos. Mientras tanto, Susana distancia es la medida que en la práctica diaria debemos ejercer.

En la antigua Grecia cuando se encontraban dos aldeanos de pueblos diferentes en algún camino desolado, lo primero que hacían era sacar sus dagas y ver como reaccionaba la contraparte. Si ésta mostraba signos de no querer pelear se procedía a guardar la daga y agarrar fuertemente la muñeca derecha del contrincante. De ahí surge el darse la mano como señal de paz. En estos tiempos de nuevos peligros invisibles, no darse la mano podría ser la nueva forma de expresar que venimos en paz.

 

Fecha de publicación: 2 de abril de 2020.